martes, 14 de diciembre de 2010

“Nací para tragarme la vida”/ Entrevista a Héctor Gaitán




Un hombre de hierro, un tipo curioso y memorable, ese es el historiador Héctor Gaitán.


Por Juan Carlos Lemus

A sus 70 años, ya padeció los golpes que, según dicen, son los más graves que puede sufrir un ser humano: la muerte de la madre, el padre, la esposa y de un hijo. Su ameno puño literario goza de buena fama. Evidencia de ello son sus siete tomos de La calle donde tú vives y sus otros 16 libros relativos a las memorias del siglo XX de Guatemala, incluidas historias de fusilamientos, presidentes y otros temas igual de tenebrosos, todos escritos con gran sabor local.
Sus conocimientos sobre historias de espantos harían suponer que Gaitán es un abuelo con pantuflas y gorrito, que se sienta con sus nietos al calor de una hoguera y les relata historias de la Siguanaba. Su aspecto bonachón y sus 250 libras así lo reafirmarían, pero bajo su blandura hay un hombre de hierro. Adentro tiene una estructura emocional hecha de varillas de acero. Gaitán es el tipo de optimista con los pies bien puestos sobre la tierra. Posee extraordinaria bondad, pues la vida se ha encargado de moldearlo, durante 70 años, a fuerza de golpes, cárcel, decepciones políticas y sus propias fobias al imperialismo yanqui. Así es, no hablamos de un gordito inofensivo, sino de un intelectual templado, que tuvo una juventud aguerrida, que se formó académicamente en Guatemala, México y Estados Unidos, y que posee la memoria social y antropológica del país del siglo XX. Un académico muy serio, pero eso sí, de gran simpatía. A quien quiera informarse de Guatemala y sus personajes, le recomendamos que lea sus siete tomos de La calle donde tú vives (Artemis Edinter).
Jamás disparó armas, pero se involucró en una célula guerrillera urbana que repartía propaganda subversiva. A principios de la década de 1970 fue capturado en una balacera, y fue puesto preso. Salió al exilio en México, país en el que sobrevivió 10 años vendiendo libros y platería.
Conversamos para esta entrevista una tarde del recién pasado noviembre, en el parque central del Centro Histórico, en medio de un viento helado y toldos de la feria del libro que se caían detrás de nosotros. Nos reímos de las paradojas de su vida; la primera de ellas, que aquel antiimperialista estudió periodismo en Estados Unidos. La segunda, la más significativa, que actualmente puede ver gracias a que le fue implantada la córnea de un gringo muerto —iba a quedar ciego, pero en el Comité de Pro Ciegos y Sordos hicieron un buen trabajo—.
Este es el autor de libros y audiolibros de espantos y aparecidos, un hombre curioso y memorable que nació a manos de una comadrona, —después de que su madre perdiera cinco hijos— en su casa ubicada en el primer callejón urbano que hubo en la ciudad, allá por el estadio, en 1939. Al igual que Pedro Calderón de la Barca, cree que la vida es un sueño.

¿Cómo conoció y se despidió de su esposa?

La conocí en el atrio de la Recolección. Nos casamos siendo muy patojos, yo tenía 20 y Esperancita 17 ó 18. Murió a los 70 años de edad, en el 2004. Ese fue un período muy duro de mi vida, una tragedia, porque mi hijo Héctor contrajo una enfermedad viral por comer cosas en la calle. Hepatitis. Empezó mal, como en octubre del 2003, y nunca me imaginé que iba a tener un desenlace fatal. Tenía 38 años, se iba a graduar de licenciado en Historia. Dejó tres niños y a su esposa. Murió el 24 de diciembre del 2003. Mi esposa estaba muy enferma, la estuve llevando a México para curarla; era un ir y venir, pero allá ya la habían desahusiado, y fue muy valiente, pero llegó el momento y el 15 de febrero, a un mes y días de que murió mi hijo, también murió. Tenía osteoporosis crónica.

La Navidad no es alegre para usted.

Me afecta, pero me hago el pendejo, porque tengo un nieto que vive conmigo. Me hago el fuerte porque no le voy a destruir la vida al niño con tristezas.

Estuvo involucrado en un movimiento revolucionario, ¿qué piensa, hoy, de la izquierda?

Para mí, la izquierda es una utopía. Nosotros luchamos por convicciones, con el corazón, con todo lo mejor que se pudo haber tenido para Guatemala, pero se dieron cosas que, si yo las digo en este momento, puedo ofender a personas que aprecio y que cometieron errores. Por eso ya no me fui de México a Cuba, y me salí del movimiento. Sigo pensando, eso sí, que Guatemala necesita un cambio radical, pero pacífico; necesita más diálogo con todos, con los pobres; no sé si eso es utópico, pero creo que un día todo será mejor.

¿Cómo salió al exilio?

Era la época de Ydígoras Fuentes. Empezaron a catear la casa, se llevaron presos a mi papá y a mi hermano. No me lograron agarrar; solo una vez, en una balacera; fue por el Conservatorio Nacional de Música. Pero sucedió que mi padre era muy amigo del jefe de la judicial —imagínese usted—, don José Bernabé Linares. Mi papá, desesperado, fue a hablarle y le pidió: “Bernabé, ayudame, es mi hijo”. No me trataron mal, porque él me conocía. Solo recuerdo que se me acercó don Bernabé, me pegó duro en el brazo y me dijo: “Vas a matar a Luis”. A las cuatro horas iba yo en avión para México.

¿Cómo fue el exilio?

Como decía Miguel Ángel Asturias, el exilio es un camino triste y frío. Pero yo tenía una tía en México que había salido al exilio en tiempos de Estrada Cabrera, entonces, yo tenía casa. Pero mi rebeldía, esa forma de ser de uno de patojo, que se cree muy cabrón para todo, me hizo alejarme de ella y de su casa. Era 1958. Traté de ser independiente. Afortunadamente, no caí en malos pasos.

¿Vivió la psicodelia de aquellos años, en México?

Era la década de 1960, la música de los Beatles, la época de Elvis Presley, y éramos jóvenes. En ese tiempo, las drogas eran el pan diario de cada día. Aquí, en Guatemala, era algo tranquilo, pero en México era cosa seria. Bendito Dios, jamás le hice a las drogas. Sí fumaba, tomaba cervezas. La psicodelia iba unida a los alucinógenos, pero nunca los probé. Sí vestí a la moda, aunque nunca usé pelo largo porque trabajaba con unos españoles vendiendo libros y platería, así que no podía andar en fachas. Luego fue la época de la persecución a muerte, en México, de los roqueros. Era prohibido vestir a la moda, a los jóvenes los sacaban de los cafés, fue algo muy serio. A nosotros —los exiliados— nos tenían bien controlados, por cualquier cosa nos podía citar Gobernación.






Héctor Gaitán, en la feria del libro, Plaza de la Constitución, 2010.


¿Cómo fue su retorno?

Fueron 10 años en el exilio. Me vine porque mi padre me mintió, me dijo que mi madre estaba muy grave. Él quería tenerme cerca. Gracias a que había sacado unos cursos de locución y periodismo en la academia Novo, en Monterrey, gané un concurso de locutores para la televisión. El examinador era don Mario Ferreti. Pasaron los años y vino la venta del noticiero, lo compró Mario Solórzano Foppa y Ariel Deleon, periodista que también estuvo exiliado. Me gané una beca para estudiar periodismo en Estados Unidos.

Una paradoja, ¿no cree? Llegó al país imperialista.

(Ríe) Sí. Estudié, en 1979, en Nueva Orleans y en Dallas. Y a mí no se me quitaba lo de izquierda. Una vez, un instructor pidió que cada periodista expusiera la situación política de su país. Para qué me preguntaron, casi me sacan. Les dije que el imperialismo manejaba las riendas de América Latina, que había puesto y quitado presidentes como le daba la gana, que nosotros, los latinos, éramos un patio trasero de Estados Unidos. “Se te fue la mano”, me dijo el profesor, un peruano. “Usted preguntó y yo respondí con la verdad”, le contesté.

En su profesión ha sido muy afortunado, me parece.

Sí, soy afortunado, aunque creo que he vivido a la carrera. Siento que todo acaba de suceder. Nací para tragarme la vida; siempre sentí que se me iba y quería atraparla; hoy, la llevo más despacio.

¿A qué se refiere con vivir a la carrera?

Creo que desde patojo vivía con el temor de que me iba a morir, hasta ahora, a los 70 años, estoy aterrizando. Me iba a quedar ciego, tenía unos lentotes que no aguantaba sostenerlos en la nariz, tenía una catarata muy severa en un ojo, y en el otro, un problema en la córnea. Me operaron en Pro Ciegos y Sordos, me implantaron la córnea de un gringo muerto. Bendito Dios, miro.

¿Qué tan duro fue pensar que quedaría ciego?

Cuando estaba perdiendo la vista, estaba escribiendo un libro sobre la vida del Hermano Pedro. Ya no veía las letras, leía con lupa. Era el año 2002. Le pedí mucho al Hermano Pedro —es cuestión de fe—, y cuando me operaron los ojos y me quitaron la venda, la doctora Mac Donald me hacía señas con los dedos y yo no veía nada. Pensé que estaba ciego. Ella dijo, “Tranquilo, pueden llevárselo. Que le cierren bien los vidrios del carro y cuando vayan por Majadas, quítese la venda y va a ver”. ¡Y así fue! Cuando por Majadas me quitaron la venda, pude ver. Desde entonces miro los pájaros, los árboles, el cielo azul, la Catedral, esa belleza. En las mañanas, en el patio de la casa, echamos alpiste para los pájaros y lo disfruto plenamente. Ahora disfruto cada paisaje, cada luz, la risa de un niño, aprovecho mi tiempo para observar cosas, y así lo haré hasta que Dios me lo permita.

Una nueva paradoja, don Héctor, tiene una córnea imperialista.

(Ríe) Sí, quién lo iba a pensar. Ahora, veo la vida de distinta manera, señor Lemus. Trato de no hacerle mal a nadie, ni siquiera con el pensamiento. Soy humano y he visto palpablemente aspectos profundos de Dios. Por ejemplo, yo no gozo de prestaciones laborales, hago mi trabajo y me pagan. Eso es todo, y es algo que agradezco profundamente, pero, a veces, me veo en trapos de cucaracha, porque uno no tiene Bono 14 o aguinaldo —por cierto, el IGSS me lo paga mi editor, Jesús Chico, director de Artemis Edinter, lo cual le agradezco, si no, ya me hubiera ido de este mundo—. Pues, decía eso porque cuando con mi familia nos hemos visto sin plata, nos reunimos y decimos, qué hacemos, no hay dinero, y de repente, una llamada: “Héctor, ¿tiene discos? Quiero dos colecciones, vengo de Canadá…” Es entonces cuando veo la mano de Dios.

¿Qué piensa de la muerte y la eternidad?

Pienso que es el misterio más grande de la humanidad. Ya le conté mi cuadro clínico, el corazón lo tengo jodido. Si me da un infarto, no sé a dónde me voy a ir. Pienso que el tiempo no existe, que esto que vivimos, esto que platicamos, todo es como una película, un sueño que estamos viviendo, y cuando me despierte, no sé donde voy a estar. Uno pasa por el tiempo sin sentirlo, y cuando viene la muerte, después de ese proceso que nadie sabe qué es ni a dónde va, los segundos pueden ser centurias, quién sabe, eso dicen los grandes pensadores.

Menciona a Dios, pero no sabe qué pasará después.

(Ríe) Mire qué contradicciones: soy católico, estudié en la Casa Central, pero de allí me corrieron por mal portado.

Finalmente, algunos querrían leer cómo surgió su inclinación por la historia.

Nací en un barrio obrero. Mi padre era un empleado postal que dejó allí su vida. En nuestra casa vivía mi tío, el tío Carlos, quien nos llevaba al cementerio, y cuando lo hacía, era una clase de historia. Decía: “Miren, aquí está enterrado Jorge Ubico, o Lázaro Chacón, él tomó el poder en tal fecha, de tal y tal manera”. Nos hablaba de personalidades como Pepe Milla, quien está enterrado en el cementerio General. Esa es la parte que me invitó a mí a empezar a escribir. Además, yo oía los cuentos con los obreros del barrio, de ferrocarrileros, de cargadores, ellos habitaban en palomares. Nosotros teníamos casita, pero uno de patojo se va a meter a todas partes, así empezó mi afición por escuchar sobre las leyendas de Guatemala. Tendría yo, más o menos, seis años.

El historiador
Héctor Gaitán (Guatemala, 1939)
Es autor de 23 libros, editados por Artemis Edinter, entre ellos:
Siete tomos de La calle donde tú vives.
Dos tomos de Memorias del siglo XX de Guatemala.
El Centro Histórico. Libro polémico sobre lo que han hecho con el centro histórico, al convertir casas antañonas en parqueos.
Los fusilamientos en Guatemala.
Los presidentes de Guatemala.
Recetario curioso de Maximón.
Correo: lacalledondetuvives@yahoo.com

martes, 7 de diciembre de 2010

“El vocabulario es útil para vivir”: María Raquel Montenegro

Un estudio en escuelas primarias revela interesantes resultados sobre el uso del vocabulario.


Por Juan Carlos Lemus

Uno de las cursos más injustamente despreciados suele ser el de idioma español. Quizá con cierta razón, pues muchas veces los estudiantes de primaria reciben arcaicos métodos que incluyen la memorización de conceptos que no les interesan, aunados a un vocabulario que generalmente no comprenden, pero que se ven obligados a retener.Un interesante estudio de las palabras que manejan estudiantes de zonas urbanas y rurales, de tercero y sexto primaria, fue desarrollado por la doctora en lexicografía María Raquel Montenegro Muñoz, en el 2009, apoyada por Usaid. Los resultados fueron presentados en el documento titulado Estudio de disponibilidad léxica.

El contenido y la utilidad práctica de ese trabajo es algo que la doctora explica en esta breve entrevista, además, aprovechamos su conocimiento como integrante de la Academia Guatemalteca de la Lengua para preguntarle asuntos relacionados con el vocabulario incluido en el Diccionario de la Real Academia Española.

¿Por qué deberíamos hablar del vocabulario como algo útil?

Porque tiene incidencia directa en cómo nos comunicamos las personas cuando hablamos y cuando escribimos. Y además, porque el vocabulario tiene un impacto directo en la forma como entendemos lo que escuchamos y lo que leemos. En realidad, quien domina el vocabulario tiene una herramienta indispensable para vivir.

¿Qué es el Estudio de disponibilidad léxica?

Para saber cuál es el vocabulario de uso diario, se hacen estudios de disponibilidad léxica. Es averiguar cuáles son las palabras que las personas conocen. Hay que tener un punto de partida, así que para hacerlo generalmente uno les da una palabra a los alumnos, y a partir de esa escriben todas las que conocen. Se les pidió que escribieran las partes del cuerpo humano, animales, alimentos, medios de transporte, profesiones y oficios y accidentes geográficos.
Salieron cosas interesantísimas. Por ejemplo, es frecuente el uso de la palabra Tuc tuc. Puede ser que la palabra “ruletero” ya no sea de esta generación, y yo como maestro no me haya dado cuenta y la aplique. Otra palabra que salió fue Pulman, que es una marca de buses, pero que se convierte en sustantivo común y se usa para todas las camionetas que tengan características de cierta comodidad.

Algo semejante sucedió con Maisena y con Maseca.

Sí, es lo mismo, como sucedió con clínex, Gillette y Corn Flakes. Además, cuando les preguntamos sobre profesiones y oficios que conocieran, como profesión, en varios casos respondieron “marero” y “narcotraficante”. Insisto, fue un estudio muy interesante. De manera similar, debido a que es común que le llamemos oficio a hacer las tareas de la casa, cuando les preguntamos por oficio, en algunos casos respondieron lavar, planchar, cocinar, barrer y trapear.

En ese estudio, ¿qué pasa con las palabras malsonantes?

El criterio de un estudio es que no se puede censurar, pero, en realidad, no las emplearon.

A propósito, aprovechando sus conocimientos como miembro de la Academia Guatemalteca de la Lengua, ¿cómo llegan a formar parte del diccionario ciertas ocurrencias, también algunas palabras ofensivas o apodos? Le daré tres ejemplos: “papalina”, dice el Diccionario de la Real Academia (DRAE), es una borrachera; la palabra “pan”, dice el DRAE, entre otras acepciones es el “Órgano sexual de la mujer”; y esta otra: “trofeo”, es un “cruce de trompudo y feo”, y significa “persona fea y que tiene los labios gruesos y salientes”. La pregunta es qué sucedería si en el estudio que hizo hubiera una constante. ¿Podría elevarla a la Academia para proponerla?

Sí, pero vamos por partes. La función del Diccionario no es normativa, sino descriptiva; lo que hace es registrar todas las palabras usadas y ponerle marcas en las abreviaturas para decir en qué contexto se usa, el cual puede ser coloquial, técnico o religioso, por ejemplo. Lo que pasa es que la sociedad le da valor normativo al Diccionario, y después dice que todo lo que aparece allí ya fue autorizado por la Real Academia; no es que lo haya autorizado ni aceptado, solamente lo registra.
La ortografía sí tiene carácter normativo. Pero veamos el ejemplo de palabras como Tuc tuc, que, como decía, aparece con frecuencia en el estudio. Es una palabra que la Academia podría proponer, y una comisión evaluaría su inclusión como un registro. Por eso es que en el Diccionario aparecen tantos extranjerismos como software, por ejemplo.

Siendo así, ¿no podría el Diccionario llegar a tener un volumen doble o triple, debido a la enorme cantidad de términos adoptados por las personas?

Hay un criterio, y es que para registrar esas palabras deben permanecer en el habla durante 25 años; es decir, solo se registran palabras estables. No se consideran estables las que se usan solo unos cuantos años.

¿Qué pasa con otras palabras de moda, como “sextear”, que fue importante, pero ya no se usa?

Esas no entran al DRAE, pero sí entrarán al Diccionario Histórico que está en proceso en la Real Academia de la Lengua Española, que registra las palabras documentadas desde su aparecimiento hasta su desaparición, con fechas y lugares. Ya hay algunos diccionarios históricos —como el de Corominas— pero este es el primero de la RAE y aún lo están escribiendo.

Volviendo a su estudio ¿cuál fue el área menos conocida por los niños?

Fue la de los accidentes geográficos. En esta área recibimos menos palabras que en las otras; algunos no tenían idea de qué se trataba, incluso, escribieron accidentes geográficos como “caerse” o “chocar un carro”. Lo que sucede es que la mayoría de conceptos se aprende antes de llegar a la escuela, como las partes del cuerpo, pero los accidentes geográficos se aprenden en la escuela. Eso es un indicio de lo que habría que mejorar.

¿De qué manera se podrían aprovechar los resultados?

Si un maestro sabe cuáles son las palabras que conocen sus alumnos, en cuanto a animales, partes del cuerpo, medios de transporte y otras, entonces puede emplearlas para comunicarse de mejor manera con ellos; además, en las lecturas se deberían utilizar esas palabras para que los niños tengan todas las posibilidades de entender lo que leen y hablan.
También se pueden aprovechar los resultados para enseñar aquellas palabras que se detectó que no conocen los alumnos, para incrementarles el vocabulario.

¿Qué pasa con los maya hablantes, la situación de género (las y los niños, etcétera) y la influencia de Internet en el vocabulario?

El estudio se circunscribió a un área determinada; no se buscó analizar la influencia de los medios, sino solamente saber qué conocen los niños. Sí es posible que se haga otro estudio, con otras características, en el área quiché, y que se amplíe a otros campos.

Ese estudio, ¿puede ser consultado por los maestros?

Sí, es una herramienta que ya se puede ser consultada en Internet, en la dirección: www.reaula.org.
Y los maestros, además, pueden hacer estudios como ese en sus escuelas o colegios. El método se encuentra en un sitio de la Universidad de Alcalá de Henares. Si un maestro quiere aplicarlo en su aula, puede hacerlo bajando la información, viendo como se hace, hay un manual. En esa Universidad le ayudan aplicando una fórmula de tabulación y otras cosas que hacen efectiva la herramienta.








María Raquel Montenegro Muñoz
Es Miembro de Número de la Academia Guatemalteca de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española. Actualmente labora como especialista en lenguaje en el programa Reforma Educativa en el Aula, de USAID.
En 2002, obtuvo el grado académico de magíster en lexicografía hispánica, en la Escuela de Lexicografía Hispánica, conducido por la Asociación de Academias de la Lengua. Además, posee estudios en maestría en docencia universitaria, en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Fue becaria de la Academia Guatemalteca de la Lengua Correspondiente de la Española durante tres años (2003 a 2006). Durante este período estuvo encargada de participar en la revisión del Diccionario Panhispánico de Dudas, Diccionario Académico de Americanismos y la Nueva Gramática Académica. Además, revisiones a las modificaciones al Diccionario de la Real Academia Española.
En 1996, obtuvo la especialización en docencia y la de investigación en lengua y literatura española, en la sede del Instituto de Cooperación Iberoamericana, en Madrid, España.
Se graduó de licenciada en letras y profesora de segunda enseñanza en lengua y literatura española en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
“Si un maestro sabe cuáles son las palabras que conocen sus alumnos, entonces puede comunicarse de mejor manera con ellos”.

María Raquel Montenegro Muñoz,

doctora en Lexicografía