lunes, 23 de mayo de 2011

El patriarca de los paisajistas




El maestro José Luis Álvarez, autor de la pintura El corte de café en los billetes de Q50, está próximo a cumplir 94 años.


Por Juan Carlos Lemus

Una mujer recoge unas cápsulas de medicina que alguien botó en las afueras del castillo de Matamoros. Es basura inocua. Por eso las guarda para obsequiárselas a su hijo Luis, de 2 años, quien viste pantalones cortos y la observa desde la puerta de su casa. Hoy, más de 90 años después, el pintor Luis Álvarez recuerda perfectamente ese detalle. Eran muy pobres y aquellas cápsulas le servían a él para jugar a los soldaditos. Cuando tenía 9, un engranaje le arrancó los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. A partir de entonces tuvo que soportar las ofensas de los demás niños, especialmente en la escuela.
Mas la vida —algunas veces— recompensa. De haber tenido la mano entera —dice a sus 93—, habría tenido que aprender un oficio, tal como quería su madre. O quizás habría optado por ser músico, como alguna vez pensó.
Nació el 3 de junio de 1917. En casi un siglo ha sobrevivido a 34 presidentes de la República y a siete juntas provisionales de gobierno. Es un hombre vigoroso. Está sentado al centro de su estudio, en su casa de Antigua Guatemala, como si fuera un personaje hundido en una atmósfera creada por Delacroix. Don Luis recibe un claroscuro de la ventana del segundo piso. Es el eje de un sitio poblado de pomos de pintura, escritorio, botes repletos de pinceles, lienzos inconclusos y paletas, y sobre su caballete trabaja un retrato al óleo de su hijo Mario.
Tiene todo el aspecto de un hombre honrado y justo. Solo una persona con tales virtudes puede llegar así de sonriente a esa edad. Es paisajista. El gran paisajista de Antigua Guatemala. Tiene ganado ese prestigio entre los historiadores de arte, las galerías y los pintores, sean estos consagrados, en ascenso o de primer hervor. Ni pobre ni rico, vive dignamente y tiene un gran corazón. Eso sí, nunca supo cobrar. Encima de eso, siempre le regatearon, especialmente cuando hizo restauración. Ahora ya nada de eso le importa. Es un hombre feliz. Lo dice y se le nota. Antes de entrevistarlo, Teresa, una de sus hijas, nos advierte que a su padre le gusta responder ampliamente y que goza de excelente memoria, pero que es necesario hablarle muy fuerte sobre el oído. Mi primera pregunta es la más obvia, pero la justa para iniciar esta grata conversación con un gran hombre, con un gran pintor.

¿De dónde viene don Luis Álvarez?

Soy nieto de una mujer de oriente. Mi abuelita era campesina, y mi mamá, Teresa Álvarez Arriola, era obrera. Fue madre soltera porque mi papá, un español de nombre Manuel, nunca me reconoció. Él se fue para el terremoto (de 1917). Nací en el barrio Matamoros. De mis recuerdos más antiguos está el centenario de la Independencia, que se celebró donde era Tívoli, hoy en la 7a. avenida. Aquello era un terreno pantanoso. Por ahí estaba la fuente de Neptuno, adonde íbamos a traer agua. Desgraciadamente botaron esa fuente; pudieron haberla conservado. Mi juventud fue alegre, a pesar de la pobreza en que vivíamos. Tenía 9 años cuando perdí dos dedos de la mano, por travieso y desobediente.

¿Cómo fue el accidente?

Mi abuela me dijo que no fuera al pozo. No le hice caso. Allí había un engranaje de la bomba de agua; acerqué los dedos y me los jaló. Desde entonces me molestaban los demás niños; me apodaban Maneto. Lo bueno fue que tuve amigos que me protegían, especialmente recuerdo a Carlos Aifán, un compañero que me defendía porque yo era pequeño y mero tonto. Después del accidente fui al asilo Santa María. Llegué hasta cuarto grado de primaria, pero aprendí mucho porque me fijaba en lo que enseñaban a los de sexto. Había una monja que me quería, sor Ana María. En realidad, tuve una gran suerte, todos los maestros me querían mucho. Era muy preguntón. No he estudiado gran cosa; me he formado leyendo y preguntando. Por eso sé un poquito de historia y porque la memoria nunca me ha fallado. Además, déjeme decirle algo, para mí fue una buena suerte perder los dedos, porque de lo contrario habría aprendido algún oficio, como mi mamá quería, y no habría sido pintor. O habría sido músico, porque me gustaba mucho las música. Tuve la suerte de vivir el tiempo en que había ballet, orquestas sinfónicas, música clásica, valses, tangos, música de Beethoven, Mozart, ah… la Pequeña serenata nocturna de Mozart. Me gustaba Handel y Bach. Ahora, odio la música moderna. Para oír eso mejor estar sordo como estoy (ríe). Regalé mis discos y mi aparato de música, porque ya no oigo. Pero sí que disfruté bastante la música. Ya de adulto me gustaba ir con mi hijo Luis a ver zarzuelas, teatros y operetas.

¿Cómo se interesó por la pintura?

Fue cuando yo tenía 8 años. Me encontré una revista que se llamaba La hacienda. En ella había fotografías con pinturas de Tiziano; también de los holandeses Ruysdael (se refiere a Jacob Izaaksoon y Salomon Van Ruysdael). Cuando vi esos primeros paisajes me dije, “quiero ser paisajista”. A los 13, cuando todavía estaba en el asilo, se me ocurrió pintar el Cerrito del Carmen. Me encaramé en una pared y desde allí lo hice, en un pedazo de seda. Se lo regalé a la madre superiora, y la maestra Carmen Álvarez, quien también me quiso mucho, me ordenó que hiciera un telón de fondo para un escenario de la escuela, ese fue el primer trabajo que hice, copiando unas palmeras.
Le dije a mi mamá que quería ser pintor. Entonces le habló a un amigo que trabajaba en un taller de pintura comercial. Pero solo me ponían a lavar brochas. Un día de esos pasé por la Academia de Bellas Artes. Había una exposición de la Tona (Antonia) Matos, quien acababa de venir de Francia. Le pregunté al guardia si allí se podía estudiar pintura y me dijo que sí, y que era gratis. Me inscribí. De día trabajaba y de noche estudiaba. Aprendí a hacer anuncios comerciales. Pinté anuncios de sombreros Stetson, de calzonetas Jentsen, de los cigarrillos de la Tabacalera Nacional. También, dibujos de cigarrillos Cibeles, que eran de unos españoles que tenían una vinatería.

A partir de entonces conoció a varios pintores del siglo XX.

Sí. El director era don Humberto Garavito. El primer maestro que tuve fue el gran artista Enrique Acuña, que tenía un taller de pinturas de imágenes. Era un profesor muy bueno. Me tomó mucho cariño y me recomendó con Garavito para que me pasaran al segundo año, donde se pintaba figura humana. Así me mantuve durante años: de noche, estudiando en la escuela, y de día, en los talleres donde aprendí a hacer los anuncios. Por cierto, no se ganaba bien. A pesar de que Ubico fue un gran estadista, nunca ayudó verdaderamente al pueblo.
Pues en esos inicios en la escuela de Bellas Artes tuve un gran maestro de paisaje, don Antonio Tejeda Fonseca. Fue mi maestro de perspectiva don Óscar González Goyri; además, fue gran amigo mío. Con él salíamos a pintar paisajes. Después de la Revolución de Octubre, don Tono Tejeda me nombró profesor en la Escuela. Por entonces conocí a Dagoberto Vásquez, a Grajeda Mena y a Juan Antonio Franco; todos ellos eran mis contemporáneos.

¿Qué recuerdos tiene de ellos? Comencemos por Grajeda Mena.

Fue un buen muchacho, inteligente, muy buena persona. Trabajó con don Julio Urruela en la fabricación de los vitrales (del Palacio Nacional). También yo trabajé con don Julio en decoración. Fue entonces cuando conocí a Dagoberto, quien también ayudó a don Julio haciendo las figuras que después hicieron vitrales.

¿Y Juan Antonio Franco?

Para serle sincero, no me caía muy bien. Era un poco fanfarrón y decía cosas que no eran; por ejemplo, que era restaurador. Una vez nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que se nos encargó. Él había ido a Europa y decía que había ido a aprender restauración, pero no sabía nada; fue algo que nunca profesó. Su papá, el sí que era una gran persona.

¿Y la bohemia? ¿Hubo parrandas con estos amigos pintores?

Yo no las tuve. Dagoberto y Mena chuparon mucho; eran muy bolos. Eso sí, eran muy inteligentes; colaboraron con la Revolución de Octubre haciendo caricatura y propaganda. También estaba el sobrino de Óscar González Goyri, Roberto, quien era pequeño de estatura y entró a la escuela después que yo, y era muy talentoso. Mi amistad con Dagoberto fue muy buena, solo que él y otros criticaban mucho mi técnica.

¿Qué críticas le hacían?

Dagoberto y Mena eran de otra tendencia. Decían que yo era anticuado por ser paisajista, y que ellos eran modernistas. Les gustaba copiar a Picasso, ese pintor que a mí nunca me gustó, y también imitaban a Dalí, que para mí sí era un gran pintor técnico y clásico aunque pintaba surrealismo. Por cierto, don Humberto Garavito fue compañero de Salvador Dalí en España. Y es que Garavito fue un prodigio desde niño. Se fue a estudiar a México, después a Francia, a Italia y a España. Fue mi gran maestro y mi gran amigo. Me llevaba a pintar a los parques con el también pintor y amigo Miguel Ángel Ríos. A otro que recuerdo con gran cariño es a don Salvador Saravia, a quien conocí en tiempos de Ydígoras Fuentes, cuando el coronel Barrios Peña nos mandó a Tikal a pintar las ruinas. Pintábamos juntos, también con don Hilary Arathoon, otra gran persona.

¿Cuál considera que fue su primer gran cuadro?

En tiempos de Ubico, el Partido Liberal tenía un periódico que se llamaba El Liberal Progresista. Allí publicaron un desnudo que yo hice. Pinté a Ángela, una modelo que teníamos y que le decían la Chispa, que terminó casada con un motorista de Ubico. Teníamos dos modelos, a Ángela y a Antonio del Cid. Mi maestro de desnudo era don Federico Schaeffer. Talvez no fue mi primer gran cuadro, pero sí un éxito, a la vez que una mala experiencia porque una monja fue a decirle a mi mamá que yo dibujaba pornografía. Por eso dejé de pintar desnudos en mucho tiempo.

¿Recuerda a Andrés Curruchich?

Cómo no… En el año 1938 nos llevaron a la Feria de Noviembre a dibujar. Allí estaba don Andrés, pintando el paisaje. Mis compañeros me apodaron, desde entonces, Luis Curruchich.

En oposición a los pintores “modernistas” estaban los paisajistas, ¿es así?

Sí, claro que sí. Los pintores de paisaje éramos unos seis o siete. Uno de los más adelantados, que probablemente habría sido un gran pintor, era Francisco Jiménez, pero era talabartero y la situación económica era mala. Se fue a trabajar a zapatería Cobán y llegó a jefe de fábrica. Otro que fue muy amigo mío, inseparable, por coincidencia teníamos el mismo cumpleaños, y otra gran coincidencia, —óigalo bien—, había perdido también dos dedos, fue Antonio Oliveros.

Sí, una gran coincidencia. Me pregunto si había perdido los mismos dedos que usted.

Eso no lo recuerdo, pero así es la vida… Otro paisajista muy bueno era Paco Bobadilla, quien tenía un taller de zapatería.

Habrá conocido a mucha gente. ¿Hay alguien a quien recuerde con singular aprecio?

A don Ramiro Castillo Love. Él y su familia me quisieron mucho, a pesar de nuestras diferencias sociales. Me invitaban a almorzar con ellos. La diabetes me vino de cuando lo mataron. Era un gran hombre, muy honesto y amable. Yo lo estimaba. Por encargo suyo hice el cuadro más grande para el Banco Industrial; allí me compraron mis trabajos de carpintería artística.

¿Cuál fue su posición política?

Soy simpatizante de los pobres, quisiera que no existiera la miseria, pero creo que los ricos son necesarios, porque sin ellos no podrían vivir los pobres. Simpaticé con la Revolución, fui admirador de Juan José Arévalo y de Juan José Orozco Posadas, quien fundó la Ciudad de los Niños, imitando al sacerdote Flanagan. El de Arévalo fue el único gran gobierno después del de José María Reyna Barrios, asesinado por los conservadores, quien trajo músicos, pintores y escultores que fundaron escuelas. Entre los artistas que trajo vino el papá de Galeotti Torres (Andrés Galeotti Barattini) y otros familiares de Rafael Rodríguez Padilla, quien fundó la Academia de Bellas Artes en tiempos de Lázaro Chacón. Este artista había participado en un golpe en contra de Chacón, pero el presidente perdonó a los golpistas y Rafael Rodríguez se suicidó. Entonces nombraron director a don Humberto Garavito, quien dirigía la Academia cuando yo entré.

¿Quién es Luis Álvarez?

Una persona feliz. Espero la muerte tranquilamente porque ya viví lo suficiente. Me han hecho algunos homenajes; la gente ha sido muy fina conmigo. A pesar de no ser antigüeño, en esta ciudad me quieren mucho.

Usted menciona la muerte. ¿Hacia dónde vamos?

A ninguna parte. Cuando Dios creó el mundo había tres cosas que ya existían, el tiempo, el espacio y los átomos. Esas cosas no tienen fin, igual que Dios. Hacia allí vamos, pero nada más. Muchas veces, en las iglesias se dicen mentiras. Lo que les interesa es ganar dinero. El infierno es un invento. Dios es un espíritu dinámico invisible, no lo podemos pintar, pero el hombre necesita creer en algo e inventa a Cristo sentado junto a Dios. Eso no es cierto. Muchos creerán que soy ateo, pero los ateos no existen. Solo soy franco; me siento satisfecho y voy a morir feliz. Mi mayor fortuna es haber sido el pintor que yo deseaba, un pintor de paisaje.






(en la foto: el maestro José Luis Álvarez pintando El Calvario, de Antigua Guatemala, y captado por el famoso artista Ricardo Matta). (otra de las fotos: juan carlos lemus y josé luis álvarez).






José Luis Álvarez

Nació el 3 de junio de 1917, en la finca La Esperanza, Guatemala.
Hizo durante 14 años pintura comercial; 27 años fue maestro en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Hizo trabajos de restauración y dorado en varias iglesias de San Juan del Obispo, Santa María de Jesús, San Francisco y San Felipe de Jesús en Antigua Guatemala.
Sus obras se encuentran en colecciones privadas de todo el mundo.
Ganó el segundo lugar en el concurso nacional de la Feria de Noviembre, en 1938.
Ganó tres veces el primer lugar en el concurso Arturo Martínez, Quetzaltenango 1972, 1973 y 1974.
Premio Artista del Año, en su 29 edición (2009).
Entre sus obras más conocidas está El Corte del Café, grabado en los billetes de Q50.