jueves, 21 de julio de 2011

La voz más profunda/ entrevista a un amigo mío, sordo


Víctor Hugo Celis explica en lenguaje de señas por qué se hizo pintor, cómo es su vida y, con ello, nos develiza un mundo para muchos desconocido.

POR JUAN CARLOS LEMUS

Las personas sordas no son menos ni más caóticas que las oyentes por solo el hecho de que no puedan oír. Tampoco son más ni menos fresas, laboriosas, entusiastas, moralistas o chismosas. En la marea humana, discapacitados o no, todos recibimos las mismas tormentas y sosiegos; tenemos goteras y virtudes. La gran desventaja de la persona sorda de nacimiento es que al no verbalizar le es más difícil expresar a cabalidad sus profundas emociones. No es este un gran descubrimiento, ni una contundencia antojadiza, es solo que una persona sorda promedio no explica con exactitud sus dudas acerca de Dios, de la existencia o sus conflictos internos. Sus herramientas son el lenguaje de señas o la escritura, ya sea a máquina de escribir o el correo electrónico, pero ambos no son del todo amigables, ni siempre los tiene a su alcance, como sucede con la mayoría de personas sordas de Guatemala.

Aclaremos, antes de proseguir, que nada garantiza que la verbalización hace más inteligentes a las personas; quizá, ni siquiera las reflexiones profundas sobre la existencia ni las charlas sobre los “grandes temas” son en realidad algo importante. De hecho, la mayoría de los pensadores —oyentes y hablantes— son al mismo tiempo los seres más frustrados sobre la faz de la tierra. Es más, los políticos, los ideólogos y los artistas son, con frecuencia, solo unos loros necios.

Nuestro entrevistado, Víctor Hugo Celis Zamora, es uno de los 72 mil sordos que, calcula el Instituto Nacional de Estadística, residen en el país. En un tiempo pensó hacerse sacerdote católico, pero encontró una mejor manera de canalizar sus emociones: la pintura. Es paisajista, retratista, muralista y escultor. Se graduó de maestro en 1987 de la Escuela Nacional de Artes Plásticas Rafael Rodríguez Padilla. A sus 49 años, da clases de arte. Es otro de los beneficiados por el benemérito Comité Pro Ciegos y Sordos de Guatemala, entidad que tiene escuelas, clínicas, hospitales y programas de rehabilitación, de gran ayuda para los discapacitados del país, y a la cual agradecemos el apoyo brindado para esta entrevista. Hay que añadir que para realizarla se empleó a dos intérpretes del lenguaje de señas, en español de la capital —esta clase de lenguaje varía, incluso, entre departamentos, como se verá—.

¿Cuál es la manera más adecuada de referirse a una persona con problemas auditivos?

Sorda. Eso es lo adecuado. Yo no me siento mal porque digan que soy sordo. Lo importantes es que se respete a todas las personas, sean o no sordas.

¿Nació sordo?

Sí, nunca he escuchado nada, excepto por un sonido que recuerdo; es uno de cuando yo era muy pequeño, y oí el ruido del agua que corría.

¿De dónde venía el ruido del agua?

Yo tenía unos 10 años cuando, un día, lo oí. El agua caía del techo de la casa. Me gustó ese sonido. Lo recuerdo, es algo parecido a cuando uno traga agua y hace glu glu glu glu glu...

¿Podría usted hablar en lenguaje de señas con un chino, un africano o un ruso?

No. Es diferente el lenguaje de señas que se usa en Guatemala y el de otros países. Hasta es diferente el lenguaje que usamos los de la capital y el que usan en Escuintla, por ejemplo. Las señas cambian mucho; el que usamos en la capital es un lenguaje más parecido al que usan en Estados Unidos.

¿A qué se debe? ¿Es una especie de alienación?

Pese a que hay un diccionario de palabras en español, los jóvenes sordos ven mucha televisión y copian expresiones del inglés.

Una vez, un sordo de Jalapa conoció a un sordo de Estados Unidos y los dos se copiaron las señas. Esa copia influye en otros jóvenes, que mezclan el lenguaje.

Hace poco andábamos con una maestra en Antigua Guatemala y queríamos comprar unos diccionarios de señas en DVD, pero hay de tantas clases que habría que comprar uno de cada uno, eso le decía yo a la maestra. De todos modos, no compramos nada, porque eran muchos los estudiantes con los que andábamos. También tenemos un libro de Asorgua (Asociación de Sordos de Guatemala) que usamos para no mezclar el inglés. Así se respeta el lenguaje que usamos.

¿Cuáles son las desventajas de ser sordo en Guatemala?

Asorgua tiene intérpretes de lenguaje de señas en algunas escuelas, colegios y universidades, pero los sordos tenemos muchos problemas en todo el país, porque somos muy pocos comparados con la cantidad de oyentes que hay. El Gobierno debería impulsar que en todas sus actividades haya intérpretes.

¿Desde cuándo supo que quería ser pintor?

En un tiempo, por influencia de mi madrina Naya, que era muy religiosa. Yo quería ser padre (sacerdote católico). Ella era monja, se llamaba María Zenobia Zamora García. Me regaló un libro de Jesús que tenía muchas historias. Le pregunté a mi madrina por qué ella no tenía esposo, y así aprendí que había gente que se dedicaba a Dios y la religión. Mi madrina tenía la imagen de una virgen, muy hermosa, encantadora, la mantenía limpia, con muchas flores (Víctor Hugo se huele el antebrazo, se lo besa, cierra los ojos, respira profundo y continúa). Después, mi madrina me preguntó que si yo quería ser padre, pero me advirtió que no podía tener novia.

¿Fue por eso que no siguió el sacerdocio?

(Risas) No. No seguí para padre, porque un día vi que fumaban mucho y tenían otras conductas que a mí no me gustaban (risas). Los vi en una reunión, estaban tomando alcohol, mucho guaro, fumaban, y eso no le gusta a Dios. Entonces, mejor me fui. Le dije a mi mamá y a mi madrina eso, que me parecían hipócritas y paganos, y me dijeron que me regresara, que ya no siguiera.

¿Es religioso, o perdió el interés para siempre?

Soy católico. Todos los domingos voy a la Iglesia Trinidad, siempre con mi mamá. Pienso que si hubiera sido padre, estaría ayudando a las personas, diciéndoles que no hagan caso a las prostitutas, porque después tienen problemas. Por ejemplo, si tú tienes esposa, ella tiene el cuerpo limpio, ella te respeta, pero ahora tú vienes con una prostituta que usa a muchos hombres y lo ensucias.

Dice un proverbio chino: “Si quieres vivir feliz, habla lo menos posible”. ¿Es así de real? ¿O igual se mete a problemas un sordo que no habla? ¿Hay sordos chismosos?

(Ríe.) Hay muchos sordos que se meten a problemas en cuanto aprenden el lenguaje de señas. Igual que los niños, igual que algunas mujeres, les gusta chismear. Para mí, lo más importante es vivir correctamente y, si puedo dar algún consejo, lo doy, pero no me gusta meterme en problemas.

¿Tienen los sordos un lenguaje oculto, alguno de señas equivalente a lo que los oyentes llamamos “malas palabras”?

Sí, hay muchas palabras malas (ríe, azorado). Algunos sordos las utilizan, pero me da vergüenza hacerlas para usted, porque acabo de conocerlo, lo respeto (ríe). Hay palabras muy malas que no entienden los oyentes ni los intérpretes, pero entre sordos, sí las entendemos.

Yo le digo a mis estudiantes del Cecsa (Centro de Educación Continuada para Sordos Adultos, donde imparte clases de dibujo y pintura) que respeten. En la escuela había un estudiante sordo, alto, muy malcriado, que le hizo una seña al profesor (oyente); él, ni cuenta se dio, pero yo sí; lo llamé y le dije: “No hay que decir ‘tu madre’, eso no está bien”. Hasta tuve que decírselo a la directora, porque no solo hay que ver las malas palabras, sino el comportamiento, y ese estudiante era malcriado, pues molestaba a los demás.

Si saben “malas palabras”, tienen que saber chistes. ¿Me cuenta alguno?

(Ríe. Víctor Hugo se pone de pie. Por un momento, me ve con amable malicia y ríe antes de contar el chiste. Ahora, los lectores deberán imaginarlo haciendo cada una de las señas y movimientos que hace mientras cuenta el chiste, pues, de pronto, ya no es Víctor Hugo, sino un chimpancé gigante).

Iba King Kong subiendo por un lazo al edificio. Llevaba a una mujer en el hombro, pero como ella gritaba mucho, mejor la bajó.

Entonces, la estaba bajando cuando pasaron dos aviones y le dieron en el hombro. King Kong cayó al suelo. Pero como bajó muy sudoroso por todo lo que había estado luchando, y vio que iba pasando un pelón, lo agarró, se lo puso en una axila, y se lo echó como desodorante (risas).

(Ahora comprendo su malicia y su risa anticipada, pues tengo calvicie — soy pelón—. Seguimos con un intercambio de bromas y luego continuamos).

Volviendo a la pintura. ¿Cuándo y cómo decidió que seguiría esa profesión?

Cuando yo era pequeño, mi mamá me regaló un crayón. Pinté una casa, árboles; después, me compró un juego de crayones y seguí pintando mucho. Tenía unos 5 ó 6 años. Mi profesora se llamaba Tere, otra se llamaba Amanda. Ellas me felicitaron, me dijeron que pintaba muy bien. Luego, me saqué un primer lugar por pintar y de premio me regalaron un carrito, eso fue en 1976. Después, entré en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y tuve como maestros a Víctor Vásquez Kestler (se refiere al pintor, grabador y escultor Víctor Vásquez Kestler, también conocido como Vaskestler, nacido en 1927 y fallecido en 1994); otro de mis maestros fue Ernesto Boesche (1936), quien me enseñó a dibujar ollas y jarrones; también dibujo botellas de licor, pero jamás me las tomo, por respeto (risas). Lo que digo es verdad, pregúntaselo a mi mama.

Para mi graduación fui abanderado. Yo iba con un tacuche café, camisa y corbata; además, comimos tamal, también pregúntaselo a mi mama (Lo dice en serio, señala un teléfono y quiere que yo llame a su madre, pero le insisto que no es necesario).

¿Qué siente cuando pinta?

Me gusta ver los colores, los hay primarios, secundarios; cuando los mezclo y pinto el color de las personas, el color natural de su carne, eso es algo que me hace sentir muy bien. Me encanta hacer pintura mural; hicimos uno de ocho por 16 metros, afuera de la embajada de Estados Unidos, en una pared, con mis estudiantes sordos. Quiero enseñarles a pintar, para que aprendan a expresarse, y además para que todos los respeten, a los de primaria, a los de básicos y a los adultos, y todo eso es gracias al Comité (Pro Ciegos y Sordos de Guatemala).

Finalmente, ¿desde hace cuánto vive en el Gallito?

Desde 1990, desde que mi madrina nos dio esa casa.

¿Es muy peligroso, como dicen, vivir allí?

Ha habido algunos problemas, pero es como en todos los lugares de Guatemala. La gente cree que es muy peligroso vivir allí, les da miedo, pero es una zona normal, como toda la capital. Yo visito a mis amigos en otras colonias y también tienen policías, porque, igual, tienen miedo. Con mi mamá caminamos con mucha tranquilidad, nos vamos a pie cerca del cementerio (General) a comprar flores y se las ponemos a la imagen de la virgen que tenemos en nuestra casa.






Víctor Hugo Celis

Guatemala, 30 de abril de 1960.

Es Bachiller en Arte, graduado en 1987 de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Enap) con especialización en pintura mural.

Actualmente es catedrático de Talleres de Artes Plástica y Dibujo en el Centro de Educación Continuada para Adultos (Cecsa) del Comité Pro Ciegos y Sordos de Guatemala.

Reconocimientos, en la Enap:

Primer premio de pintura representativa III.

Premio único de pintura mural II.

lunes, 23 de mayo de 2011

El patriarca de los paisajistas




El maestro José Luis Álvarez, autor de la pintura El corte de café en los billetes de Q50, está próximo a cumplir 94 años.


Por Juan Carlos Lemus

Una mujer recoge unas cápsulas de medicina que alguien botó en las afueras del castillo de Matamoros. Es basura inocua. Por eso las guarda para obsequiárselas a su hijo Luis, de 2 años, quien viste pantalones cortos y la observa desde la puerta de su casa. Hoy, más de 90 años después, el pintor Luis Álvarez recuerda perfectamente ese detalle. Eran muy pobres y aquellas cápsulas le servían a él para jugar a los soldaditos. Cuando tenía 9, un engranaje le arrancó los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. A partir de entonces tuvo que soportar las ofensas de los demás niños, especialmente en la escuela.
Mas la vida —algunas veces— recompensa. De haber tenido la mano entera —dice a sus 93—, habría tenido que aprender un oficio, tal como quería su madre. O quizás habría optado por ser músico, como alguna vez pensó.
Nació el 3 de junio de 1917. En casi un siglo ha sobrevivido a 34 presidentes de la República y a siete juntas provisionales de gobierno. Es un hombre vigoroso. Está sentado al centro de su estudio, en su casa de Antigua Guatemala, como si fuera un personaje hundido en una atmósfera creada por Delacroix. Don Luis recibe un claroscuro de la ventana del segundo piso. Es el eje de un sitio poblado de pomos de pintura, escritorio, botes repletos de pinceles, lienzos inconclusos y paletas, y sobre su caballete trabaja un retrato al óleo de su hijo Mario.
Tiene todo el aspecto de un hombre honrado y justo. Solo una persona con tales virtudes puede llegar así de sonriente a esa edad. Es paisajista. El gran paisajista de Antigua Guatemala. Tiene ganado ese prestigio entre los historiadores de arte, las galerías y los pintores, sean estos consagrados, en ascenso o de primer hervor. Ni pobre ni rico, vive dignamente y tiene un gran corazón. Eso sí, nunca supo cobrar. Encima de eso, siempre le regatearon, especialmente cuando hizo restauración. Ahora ya nada de eso le importa. Es un hombre feliz. Lo dice y se le nota. Antes de entrevistarlo, Teresa, una de sus hijas, nos advierte que a su padre le gusta responder ampliamente y que goza de excelente memoria, pero que es necesario hablarle muy fuerte sobre el oído. Mi primera pregunta es la más obvia, pero la justa para iniciar esta grata conversación con un gran hombre, con un gran pintor.

¿De dónde viene don Luis Álvarez?

Soy nieto de una mujer de oriente. Mi abuelita era campesina, y mi mamá, Teresa Álvarez Arriola, era obrera. Fue madre soltera porque mi papá, un español de nombre Manuel, nunca me reconoció. Él se fue para el terremoto (de 1917). Nací en el barrio Matamoros. De mis recuerdos más antiguos está el centenario de la Independencia, que se celebró donde era Tívoli, hoy en la 7a. avenida. Aquello era un terreno pantanoso. Por ahí estaba la fuente de Neptuno, adonde íbamos a traer agua. Desgraciadamente botaron esa fuente; pudieron haberla conservado. Mi juventud fue alegre, a pesar de la pobreza en que vivíamos. Tenía 9 años cuando perdí dos dedos de la mano, por travieso y desobediente.

¿Cómo fue el accidente?

Mi abuela me dijo que no fuera al pozo. No le hice caso. Allí había un engranaje de la bomba de agua; acerqué los dedos y me los jaló. Desde entonces me molestaban los demás niños; me apodaban Maneto. Lo bueno fue que tuve amigos que me protegían, especialmente recuerdo a Carlos Aifán, un compañero que me defendía porque yo era pequeño y mero tonto. Después del accidente fui al asilo Santa María. Llegué hasta cuarto grado de primaria, pero aprendí mucho porque me fijaba en lo que enseñaban a los de sexto. Había una monja que me quería, sor Ana María. En realidad, tuve una gran suerte, todos los maestros me querían mucho. Era muy preguntón. No he estudiado gran cosa; me he formado leyendo y preguntando. Por eso sé un poquito de historia y porque la memoria nunca me ha fallado. Además, déjeme decirle algo, para mí fue una buena suerte perder los dedos, porque de lo contrario habría aprendido algún oficio, como mi mamá quería, y no habría sido pintor. O habría sido músico, porque me gustaba mucho las música. Tuve la suerte de vivir el tiempo en que había ballet, orquestas sinfónicas, música clásica, valses, tangos, música de Beethoven, Mozart, ah… la Pequeña serenata nocturna de Mozart. Me gustaba Handel y Bach. Ahora, odio la música moderna. Para oír eso mejor estar sordo como estoy (ríe). Regalé mis discos y mi aparato de música, porque ya no oigo. Pero sí que disfruté bastante la música. Ya de adulto me gustaba ir con mi hijo Luis a ver zarzuelas, teatros y operetas.

¿Cómo se interesó por la pintura?

Fue cuando yo tenía 8 años. Me encontré una revista que se llamaba La hacienda. En ella había fotografías con pinturas de Tiziano; también de los holandeses Ruysdael (se refiere a Jacob Izaaksoon y Salomon Van Ruysdael). Cuando vi esos primeros paisajes me dije, “quiero ser paisajista”. A los 13, cuando todavía estaba en el asilo, se me ocurrió pintar el Cerrito del Carmen. Me encaramé en una pared y desde allí lo hice, en un pedazo de seda. Se lo regalé a la madre superiora, y la maestra Carmen Álvarez, quien también me quiso mucho, me ordenó que hiciera un telón de fondo para un escenario de la escuela, ese fue el primer trabajo que hice, copiando unas palmeras.
Le dije a mi mamá que quería ser pintor. Entonces le habló a un amigo que trabajaba en un taller de pintura comercial. Pero solo me ponían a lavar brochas. Un día de esos pasé por la Academia de Bellas Artes. Había una exposición de la Tona (Antonia) Matos, quien acababa de venir de Francia. Le pregunté al guardia si allí se podía estudiar pintura y me dijo que sí, y que era gratis. Me inscribí. De día trabajaba y de noche estudiaba. Aprendí a hacer anuncios comerciales. Pinté anuncios de sombreros Stetson, de calzonetas Jentsen, de los cigarrillos de la Tabacalera Nacional. También, dibujos de cigarrillos Cibeles, que eran de unos españoles que tenían una vinatería.

A partir de entonces conoció a varios pintores del siglo XX.

Sí. El director era don Humberto Garavito. El primer maestro que tuve fue el gran artista Enrique Acuña, que tenía un taller de pinturas de imágenes. Era un profesor muy bueno. Me tomó mucho cariño y me recomendó con Garavito para que me pasaran al segundo año, donde se pintaba figura humana. Así me mantuve durante años: de noche, estudiando en la escuela, y de día, en los talleres donde aprendí a hacer los anuncios. Por cierto, no se ganaba bien. A pesar de que Ubico fue un gran estadista, nunca ayudó verdaderamente al pueblo.
Pues en esos inicios en la escuela de Bellas Artes tuve un gran maestro de paisaje, don Antonio Tejeda Fonseca. Fue mi maestro de perspectiva don Óscar González Goyri; además, fue gran amigo mío. Con él salíamos a pintar paisajes. Después de la Revolución de Octubre, don Tono Tejeda me nombró profesor en la Escuela. Por entonces conocí a Dagoberto Vásquez, a Grajeda Mena y a Juan Antonio Franco; todos ellos eran mis contemporáneos.

¿Qué recuerdos tiene de ellos? Comencemos por Grajeda Mena.

Fue un buen muchacho, inteligente, muy buena persona. Trabajó con don Julio Urruela en la fabricación de los vitrales (del Palacio Nacional). También yo trabajé con don Julio en decoración. Fue entonces cuando conocí a Dagoberto, quien también ayudó a don Julio haciendo las figuras que después hicieron vitrales.

¿Y Juan Antonio Franco?

Para serle sincero, no me caía muy bien. Era un poco fanfarrón y decía cosas que no eran; por ejemplo, que era restaurador. Una vez nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que se nos encargó. Él había ido a Europa y decía que había ido a aprender restauración, pero no sabía nada; fue algo que nunca profesó. Su papá, el sí que era una gran persona.

¿Y la bohemia? ¿Hubo parrandas con estos amigos pintores?

Yo no las tuve. Dagoberto y Mena chuparon mucho; eran muy bolos. Eso sí, eran muy inteligentes; colaboraron con la Revolución de Octubre haciendo caricatura y propaganda. También estaba el sobrino de Óscar González Goyri, Roberto, quien era pequeño de estatura y entró a la escuela después que yo, y era muy talentoso. Mi amistad con Dagoberto fue muy buena, solo que él y otros criticaban mucho mi técnica.

¿Qué críticas le hacían?

Dagoberto y Mena eran de otra tendencia. Decían que yo era anticuado por ser paisajista, y que ellos eran modernistas. Les gustaba copiar a Picasso, ese pintor que a mí nunca me gustó, y también imitaban a Dalí, que para mí sí era un gran pintor técnico y clásico aunque pintaba surrealismo. Por cierto, don Humberto Garavito fue compañero de Salvador Dalí en España. Y es que Garavito fue un prodigio desde niño. Se fue a estudiar a México, después a Francia, a Italia y a España. Fue mi gran maestro y mi gran amigo. Me llevaba a pintar a los parques con el también pintor y amigo Miguel Ángel Ríos. A otro que recuerdo con gran cariño es a don Salvador Saravia, a quien conocí en tiempos de Ydígoras Fuentes, cuando el coronel Barrios Peña nos mandó a Tikal a pintar las ruinas. Pintábamos juntos, también con don Hilary Arathoon, otra gran persona.

¿Cuál considera que fue su primer gran cuadro?

En tiempos de Ubico, el Partido Liberal tenía un periódico que se llamaba El Liberal Progresista. Allí publicaron un desnudo que yo hice. Pinté a Ángela, una modelo que teníamos y que le decían la Chispa, que terminó casada con un motorista de Ubico. Teníamos dos modelos, a Ángela y a Antonio del Cid. Mi maestro de desnudo era don Federico Schaeffer. Talvez no fue mi primer gran cuadro, pero sí un éxito, a la vez que una mala experiencia porque una monja fue a decirle a mi mamá que yo dibujaba pornografía. Por eso dejé de pintar desnudos en mucho tiempo.

¿Recuerda a Andrés Curruchich?

Cómo no… En el año 1938 nos llevaron a la Feria de Noviembre a dibujar. Allí estaba don Andrés, pintando el paisaje. Mis compañeros me apodaron, desde entonces, Luis Curruchich.

En oposición a los pintores “modernistas” estaban los paisajistas, ¿es así?

Sí, claro que sí. Los pintores de paisaje éramos unos seis o siete. Uno de los más adelantados, que probablemente habría sido un gran pintor, era Francisco Jiménez, pero era talabartero y la situación económica era mala. Se fue a trabajar a zapatería Cobán y llegó a jefe de fábrica. Otro que fue muy amigo mío, inseparable, por coincidencia teníamos el mismo cumpleaños, y otra gran coincidencia, —óigalo bien—, había perdido también dos dedos, fue Antonio Oliveros.

Sí, una gran coincidencia. Me pregunto si había perdido los mismos dedos que usted.

Eso no lo recuerdo, pero así es la vida… Otro paisajista muy bueno era Paco Bobadilla, quien tenía un taller de zapatería.

Habrá conocido a mucha gente. ¿Hay alguien a quien recuerde con singular aprecio?

A don Ramiro Castillo Love. Él y su familia me quisieron mucho, a pesar de nuestras diferencias sociales. Me invitaban a almorzar con ellos. La diabetes me vino de cuando lo mataron. Era un gran hombre, muy honesto y amable. Yo lo estimaba. Por encargo suyo hice el cuadro más grande para el Banco Industrial; allí me compraron mis trabajos de carpintería artística.

¿Cuál fue su posición política?

Soy simpatizante de los pobres, quisiera que no existiera la miseria, pero creo que los ricos son necesarios, porque sin ellos no podrían vivir los pobres. Simpaticé con la Revolución, fui admirador de Juan José Arévalo y de Juan José Orozco Posadas, quien fundó la Ciudad de los Niños, imitando al sacerdote Flanagan. El de Arévalo fue el único gran gobierno después del de José María Reyna Barrios, asesinado por los conservadores, quien trajo músicos, pintores y escultores que fundaron escuelas. Entre los artistas que trajo vino el papá de Galeotti Torres (Andrés Galeotti Barattini) y otros familiares de Rafael Rodríguez Padilla, quien fundó la Academia de Bellas Artes en tiempos de Lázaro Chacón. Este artista había participado en un golpe en contra de Chacón, pero el presidente perdonó a los golpistas y Rafael Rodríguez se suicidó. Entonces nombraron director a don Humberto Garavito, quien dirigía la Academia cuando yo entré.

¿Quién es Luis Álvarez?

Una persona feliz. Espero la muerte tranquilamente porque ya viví lo suficiente. Me han hecho algunos homenajes; la gente ha sido muy fina conmigo. A pesar de no ser antigüeño, en esta ciudad me quieren mucho.

Usted menciona la muerte. ¿Hacia dónde vamos?

A ninguna parte. Cuando Dios creó el mundo había tres cosas que ya existían, el tiempo, el espacio y los átomos. Esas cosas no tienen fin, igual que Dios. Hacia allí vamos, pero nada más. Muchas veces, en las iglesias se dicen mentiras. Lo que les interesa es ganar dinero. El infierno es un invento. Dios es un espíritu dinámico invisible, no lo podemos pintar, pero el hombre necesita creer en algo e inventa a Cristo sentado junto a Dios. Eso no es cierto. Muchos creerán que soy ateo, pero los ateos no existen. Solo soy franco; me siento satisfecho y voy a morir feliz. Mi mayor fortuna es haber sido el pintor que yo deseaba, un pintor de paisaje.






(en la foto: el maestro José Luis Álvarez pintando El Calvario, de Antigua Guatemala, y captado por el famoso artista Ricardo Matta). (otra de las fotos: juan carlos lemus y josé luis álvarez).






José Luis Álvarez

Nació el 3 de junio de 1917, en la finca La Esperanza, Guatemala.
Hizo durante 14 años pintura comercial; 27 años fue maestro en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Hizo trabajos de restauración y dorado en varias iglesias de San Juan del Obispo, Santa María de Jesús, San Francisco y San Felipe de Jesús en Antigua Guatemala.
Sus obras se encuentran en colecciones privadas de todo el mundo.
Ganó el segundo lugar en el concurso nacional de la Feria de Noviembre, en 1938.
Ganó tres veces el primer lugar en el concurso Arturo Martínez, Quetzaltenango 1972, 1973 y 1974.
Premio Artista del Año, en su 29 edición (2009).
Entre sus obras más conocidas está El Corte del Café, grabado en los billetes de Q50.

martes, 26 de abril de 2011

Breve historia del historiador Miguel Álvarez Arévalo





Uno de los más famosos historiadores del país, Miguel Alfredo Álvarez Arévalo, explica los orígenes de su vocación.


Por Juan Carlos Lemus

Estamos en el Museo Nacional de Historia, un edificio de 1896, ubicado en el centro histórico de la Ciudad de Guatemala. El Cronista de la Ciudad, Miguel Álvarez Arévalo, tiene sobre su escritorio imágenes de santos, cristos; autógrafos de Sarita Montiel, de Rocío Jurado; una computadora portátil con sus bocinas, y algunas fotografías de sus viajes a otros países. Viste un impecable traje azul marino y zapatos negros lustradísimos. En su oficina cohabitan la Guatemala de los siglos XVI al XXI con el Facebook. Sobre los gruesos muros cuelgan los pasos de Cristo camino al Calvario, un soneto al óleo, del siglo XVIII; más de cien cuadros con diplomas, títulos y otros reconocimientos suyos, y detrás de ellos, en la calle, mientras charlamos, pasa una manifestación universitaria con vuvuzelas, ruidosa modalidad regalo de Sudáfrica para el mundo.Todo eso es como un bodegón de antigüedades sostenidas por muebles bauhaus y tecnología del presente siglo. Miguel Álvarez —quien hace unos años apareció en 15 programas de televisión de Tokio, hablando en japonés (traducido)—, está sentado al centro, casi inmóvil durante las horas que dura nuestra charla. Carece de titubeos. Habla con sorprendente precisión, tal como lo hace casi a diario para la radio, televisión y prensa escrita. Su tez blanca acusa breves quemaduras propias de quien camina bajo el sol, pues vive a pocas cuadras de su oficina. Mas ese aspecto casi hierático se esfuma los fines de semana, cuando se puede ver por las calles del Centro a este hombre de 58 años vistiendo tenis, playera y pantalones de lona; que cocina fiambre para el Día de Difuntos —con una receta de hace más de cien años, aclara—, pescado a la vizcaína; ponche y buñuelos para las posadas. A diario lo saludan las señoras del mercado, los taxistas y los meseros.
Tan ajetreada vida podría requerir, creo, un descanso, pues todo el tiempo le hacen preguntas sobre la historia nacional, tanto investigadores como catedráticos universitarios y estudiantes, pero Miguel Álvarez —sobrino nieto del ex presidente Juan José Arévalo— asegura que para él es todo lo contrario, que cuando no se le consulta siente algo de vacío. En efecto, en tantos años ha demostrado que no es egoísta con lo que sabe. De hecho, muchos lo consultan y no lo citan; otros lo citan sin consultarlo, pero él parece no darse por enterado. Hay que añadir que es modesto, quizá en exceso, pero este es un reporte exigente —le hago ver—, y es necesario hablar de algunos de sus aportes al patrimonio cultural. Por ejemplo, en mis consultas sobre su vida encontré que fue él quien descubrió hace 30 años que el Niño Nazareno de La Merced en realidad es el Patrón Jurado de la Ciudad de Guatemala. En segundo lugar, para el terremoto del 1976, con otros historiadores, logró rescatar de la destrucción piezas folclóricas, para que no quedaran enterradas. Tercero, que evitó, con otras personas, que el ex presidente Romeo Lucas demoliera los edificos de la Gobernación y la Casa de la Cultura de Quetzaltenango, hoy ambos patrimonios nacionales.
Hay una canción muy sencilla que dice: “Nada te llevarás cuando te marches”. A mi parecer, Miguel Álvarez lo ha comprendido bien. Aseguro que morirá feliz solo si lo hace hablando, hasta el último minuto, de la Merced, las tradiciones navideñas, Jesús de los Milagros, la Virgen María en el arte colonial, Jesús de Candelaria, las procesiones, los Ángeles Llorones, de la historia del Palacio Nacional, del Centro Histórico, sobre gastronomía tradicional y de Nuestra Señora del Socorro, por citar unos cuantos de los temas que ha desarrollado en sus 26 libros.

¿Cómo empezó todo? ¿Cómo era usted de niño?, ¿un cucurucho?, ¿un terco niño historiador?

Nunca fui cucurucho ni acólito, pero sí me gustó la historia desde pequeño, y hablar con los curas. Me gustó la historia y Estudios Sociales. Mi mamá ejerció una muy buena influencia en mí, y cuando yo sabía que en la escuela íbamos a estudiar sobre historia de Centroamérica, ella me la explicaba antes.

¿Cómo fue su infancia?

Soy un hombre de la década de los cincuenta. Nací cuando la vida giraba alrededor de lo que hoy es el Centro Histórico. Cines, comercios, procesiones; hasta si uno quería comprar una semilla, todo lo hacía en ese lugar. Los teléfonos eran prohibitivos; no todas las casas tenían uno, y públicos había uno que otro. Mis primeros cinco años los viví en la zona 9, en Tívoli.
Recuerdo muy bien el olor a tierra mojada, la fragancia de la flor de muerto y todo lo que había en ese lugar en donde antes no había un Parque de la Industria, sino un bosque con lagunetas. En mi inocencia creía que esos eran los bosques de los cuentos de hadas. Cuando estaba en primero primaria, en el instituto Cervantes, cerca del parque La Concordia, me venía en la camioneta 6, que daba una vuelta por un enorme bosque de cipreses que había donde hoy es La Terminal. Aprendí a leer y a escribir con mi libro Caminito de luz y mis cuadernos de caligrafía.

La educación en su época era muy diferente a la actual, sin duda.

Sí. Nos llevaban de excursión a ver cómo se hacían los fósforos, o las gaseosas. La formación que nos daban en primaria era muy integral, y sobre todo, con pautas de comportamiento; por ejemplo, cómo caminar en la calle, cómo atender a una persona no vidente, cómo respetar a los ancianos, a dar el lugar en el autobús, para que se sentara alguna señora, y todo eso lo reforzábamos en casa. Cuando tenía 8 años, en el colegio nos ponían ejercicios de memorizar cuántas tiendas había, cuántas librerías, iglesias católicas, cuántas evangélicas, qué líneas de autobuses pasaban, instituciones que había cerca, creo que todo eso es importante para conocer en dónde se encuentra uno.

¿Cómo era la tecnología?

En Guatemala eran contados los televisores; no todos tenían; ni aparatos domésticos. Empezaban las fotocopias, el emplasticado de documentos; las llamadas de larga distancia eran carísimas. Eso sí, mi generación fue testigo de los grandes acontecimientos transmitidos por la televisión; por ejemplo, las Olimpiadas de México, en 1968, y la llegada del hombre a la Luna. Aquello era sorprendente. Las calculadoras eran tan grandes, que no podía uno llevarlas al colegio; las tablas de logaritmos eran espantosas. Cuando llegó la computadora era algo raro, y ya no digamos cuando me preguntaban cuál era mi e-mail. Al principio, le pedía a mi secretaria que se encargara ella de todo, pero luego aprendí y ahora hasta estoy en Facebook.

¿Qué recuerda de sus paseos familiares?

Me le pegué mucho a mi abuela materna; a ella le gustaba caminar. Nos íbamos en tren a Amatitlán, por 20 centavos. Al llegar a la estación tomábamos un carro jalado por caballos a ver las poblaciones del lago, que ya no existen. Comíamos aquellos dulces de colores tan artísticos. Para mí, más que sabrosos, eran preciosos. Otro de mis paseos favoritos era subirme a la terraza a ver aviones, que todavía eran de hélice, porque hasta 1961 empezaron a venir los jets de Pan American, de México. Parte de mi vocación viene de nuestros paseos a Sumpango, Sacatepéquez. Nos íbamos a Antigua Guatemala por caminos de terracería; así empecé fascinarme por las ruinas, donde todavía había gente viviendo adentro.

Usted vivió cerca del manicomio, ¿recuerda cuando se quemó?

Sí, lo recuerdo muy bien. Yo tenía 8 años; fue el 14 de julio de 1960. Fue algo impresionante. Vivíamos enfrente, calle de por medio; era de noche y ya estábamos acostados. Se fue la luz, nos levantó mi mamá y no encontrábamos la ropa, hasta que mi mamá nos vistió. Unos vecinos nos rescataron y nos llevaron al lado de la zona 3. Al día siguiente vi el desfile funerario, el lugar estaba todo cubierto de pelusa, y un olor a quemado. Espero que no suene muy vulgar lo que voy a decir… pero lo asocié con carne, y no pude comer carne asada en mucho tiempo.

¿Cómo fueron sus estudios de secundaria y su llegada a la universidad?

La secundaria la estudié en el colegio Santo Domingo, donde ahora está Jesús Obrero, y en el International School, en la avenida La Reforma. Me incorporé al periódico del colegio, que se llamaba Avances; era en 1968 y 69. Cuando fue el seminario para salir de bachiller, propuse el tema de turismo; lo aceptaron y nos permitió hacer un estudio sobre Guatemala. Al salir del colegio me inscribí en la universidad. Podía estudiar las carreras convencionales, derecho o ingeniería, pero tenía vocación humanista. Eso se impuso y me inscribí en la Facultad de Humanidades, en el Departamento de Historia. Tuve excelentes maestros, como Julio Galicia, Pedro Tobar Cruz, Edna de Rodas, Jorge y Luis Luján, Josefina Alonso de Rodríguez, quien nos motivó mucho en la defensa del patrimonio.

Usted descubrió que el Niño Nazareno de La Merced es el patrón Jurado de la Ciudad. ¿Cómo fue eso?

Tuve la dicha de trabajar algunos documentos inéditos sobre el caso de Jesús de La Merced. A la imagen del Niño Nazareno de La Merced, que sacan los niños en procesión el Sábado de Ramos, ahora le dicen Niño de la Demanda. Fue gracias a que el padre Toruño me permitió leer los documentos, investigué y di con la fecha exacta del traslado de la imagen de Antigua Guatemala a la Ciudad de Guatemala, con la rogativa y el honor que tiene como Patrón Jurado. Faltaba un año para celebrar el bicentenario de la ciudad, y eso permitió que se le hiciera un festejo. Desde que le di la información de los documentos a don Julio Farfán empezaron a utilizarlo; eso fue hace más de 30 años.

¿Qué es el Patrón Jurado?

Lo que pasa es que en la época colonial las autoridades municipales tenían mucho acercamiento con la Iglesia; entonces, en algunas circunstancias se nombraba Patrón Jurado a una imagen, y el ayuntamiento hacía un juramento. En este caso encontré el juramento que se hizo de Jesús de La Merced, dato que luego confirmé con los libros del cabildo municipal.

¿Cómo vivió la época, como historiador, durante el conflicto armado?

Era difícil recorrer el país. Muchos de mis compañeros desaparecieron. A pesar de eso, con algunos de ellos lo recorrimos, estudiando el folclor, la artesanía y la cultura. Me dolió muchísimo cuando me enteré de que debido al terremoto de 1976 muchas personas de Santa Apolonia y de otros lugares habían muerto, y mucha de su artesanía desapareció. Ya había yo trabajado la grabación de una loa, y eso sí se conserva porque lo entregamos al Cefol, en el año 1975. El terremoto me vinculó con el patrimonio cultural, porque estuve muy consciente de la tragedia, del dolor humano, pero con nuestro equipo de historia en la San Carlos lanzamos la voz sobre el patrimonio cultural y nos fuimos junto a los que salvaban vidas humanas, mientras nosotros intentábamos salvar el patrimonio; incluso, nos metíamos entre la destrucción para ver qué podíamos hacer. Nos íbamos sin viáticos a occidente. En la capital nos agarraron los temblores en algunos campanarios de las iglesias. La destrucción del patrimonio es la desfiguración de la cultura, pues hubo muchos lugares que al perder máscaras, vestimenta, retablos y arquitectura, se inventaron otros.

¿En qué circunstancias llegó a dirigir el Museo Nacional de Historia?

En 1983. Trabajaba yo en el Registro cuando me pidieron que me hiciera cargo del museo, que se encontraba alquilando casa en la 11 calle, entre la 6ª avenida y 6ª avenida “A”. Pero dentro de las políticas que se tenían en la época de Lucas García era la demolición de los edificios. Hasta quería demoler unos monumentos en Xela. Por cierto, tuvimos la lucha y el apoyo del ministro de Educación, que era Putzéis Álvarez, pues querían derribar la Gobernación y la Casa de la Cultura de Quetzaltenango, pero el pueblo de Quetzaltenango nos apoyó y finalmente fueron declarados monumentos nacionales. Lo mismo intentamos con el edificio de San Francisco, en la capital, donde funcionaba el segundo cuerpo de la Policía. También con Putzéis Álvarez logramos que fuera declarado monumento, para que no lo derribaran, y lo logramos, pero sucedió algo sin precedentes: se emitió un nuevo acuerdo en el que decía que ya no era monumento. Fue inaudito que se hiciera una contraorden para darle baja y destruirlo, en 1979. Pero, bueno, el edifico donde está actualmente el Museo se adquirió gracias al apoyo de varios intelectuales. David Vela nos consiguió una entrevista con Lucas, y este entregó el edificio al Museo, en 1981.

¿Cómo evita la nostalgia, pues lo suyo es la historia como ciencia?

En esta ciudad puedo vivir la época de la Colonia y también el siglo XXI. Es una ciudad que si no la viera con la fuerza de la ciencia, estaría viéndola con nostalgia. Por supuesto que a veces veo el asfalto y pienso que si lo escarbáramos, tal vez encontraríamos piedras desgastadas por el paso de los carruajes, las huellas de los penitentes, las de los mercaderes, huellas de José Martí y de todas las personas. Esta ciudad es un todo; nació con vocación de capital.

¿No le cansa un poco que lo llamen todo el tiempo para hacerle consultas?

Para nada. Le voy a decir la verdad: yo sufro mucho cuando veo que hay desinformación. Por eso creo que el conocimiento debe ser público, que debemos compartirlo.


(En fotos: Miugel Álvarez en caballito, sin fecha, aproximadamente a los dos años de edad. En la otra, junto a su amiga Sarita Montiel).



Breve perfil:
Miguel Alfredo Álvarez Arévalo (Guatemala, 21 de abril de 1952).
Cronista de la Ciudad de Guatemala, nombrado por el honorable Consejo Municipal de la Ciudad de Guatemala en 1992.
Hijo de José Miguel Álvarez Villatoro y Marta Josefina Arévalo Lemus.
Licenciado en Historia por la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Museógrafo por la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía, México, D. F.
Es director del Museo Nacional de Historia.
La sala principal del Museo del Ferrocarril lleva su nombre desde 2006.
Catedrático universitario y autor de 26 libros sobre Historia. Un clásico suyo es el libro Iconografía Aplicada a la Escultura Colonial de Guatemala, 1990
Tiene producciones de televisión y discos compactos sobre historia.
Ha impartido conferencias en México, Estados Unidos, España, Cuba, Santo Domingo, Chile y Canadá.